Hace unos meses caí en la red del Facebook, llené mis datitos, puse una foto que siempre uso porque es la menos impresentable y ya está: a invitar amigos, a buscar conocidos. De eso se trata el novedoso asunto de las redes sociales de internet y a sus reglas hemos de ajustarnos para poder ser admitidos. Me da risa poner que tengo una relación sentimental con mi esposa. Sí pues, porque así dice: "Relación sentimental:..." y la verdad es que a mí me suena degradar la realidad porque lo mío no es una situación ni una relación sentimental, pero - en fin - so be it.
El hecho es que gracias al Facebook he reencontrado a viejos amigos, unos más viejos que amigos y otros, entrañables compañeros de colegio a quienes he redescubierto como quien se encuentra una foto perdida en álbumes que hace años no han sido abiertos. Y así, la comunicación, aunque algo trabada por el óxido del tiempo, se llena de alegría y recuerdos.
Hace un mes me reuní con mis amigos del colegio, después de 23 años. Fueron pocos pero eran. Me dijeron que estaba muy serio pero quizás era yo quien más lo disfrutaba viendo sus rostros y reconociendo detrás de los años a los niños que aun habitan dentro de cada uno y que alguna vez entrelazaron sus vidas con la mía.
Y así como en este medio sobrevivo a tanto adolescente que no entiende mi jerga ochentera o a jovencitos que banalizan la comunicación, también me encuentro a algunos exalumnos que, a su vez, se reencuentran y se emocionan. Encuentro a mi esposa que disfruta a sus amigos lejanos, a Les Luthiers, a Gianmarco o a mis actuales conocidos y amigos que hacen lo mismo que yo.
Por eso he disculpado al Facebook por sus crazy combis, galletitas de la suerte, contactos falsos entre otras perlas. Hay cosas de la tecnología que sí valen la pena, son las cosas buenas de siempre, que preexistieron a la internet: la amistad sincera, el cariño limpio, la verdad.